Es que pasaron cosas

-¿Se puede saber por qué no limpiaste la casa?

-Es que… pasaron muchas cosas

-¡Tuviste más de un día!

-No es tan sencillo, ¿sabés? Primero la esposa cayó en coma. ¡Un año nos llevó encontrar la cura!

-¿Qué? ¿La mujer de quién?

-Y después nos enteramos de que le habían secuestrado a la familia entera. Fue horrible.

-No entiendo de qué estás habl…

-No lo podíamos permitir, así que fuimos a rescatarlos. Y ya que estábamos matamos a los secuestradores. ¡A todos!

-Qué…

-Por suerte toda la familia está bien, pero por todo eso solo pude limpiar el baño y lavar el piso de la cocina. ¿Te parece poco? La vida del lector es compleja, llena de dificultades y circunstancias inesperadas. Limpiar la casa dice…

El aire también alimenta

Madre me está comentando sobre un libro que está leyendo. Se llama El Pabellón De Las Peonías, escrito por Lisa See.

Madre está indignada, porque la muchachita se muere al inicio de la novela en circunstancias más bien trágicas: ante un matrimonio concertado con un desconocido y enamorada de otro hombre, la chinita decide dejar de comer y muere el día antes del casamiento.

— Se murió de inhalación! — me cuenta, fastidiada.

Oniricando /02

Estoy parado en medio de una pradera. Un pradera inmensa e intensamente verde en medio de una llanura. Nada rompe la monotonía del paisaje por kilómetros a la redonda, salvo la rosaleda que queda lejos a mi espalda. Ni un árbol o arbusto, solo una enorme extensión de pastos de absolutamente la misma altura que se mecen suavemente bajo la brisa formando olas. Es curioso que sepa que cada brizna de hierba está absolutamente a la misma altura que todas las demás. Simplemente lo sé.

La rosaleda está cuajada de rosas rojas. Tantas que incluso a la distancia se siente su perfume.

Frente a mí se encuentra una mujer. No muy alta. De rulos amplios y cobrizos. De hermosa boca pintada de rojo, como las rosas. Lleva un ligero vestido a media pierna, de color claro y cuyos bajos ondean suavemente al mismo compás que la pradera. Me sonríe con una calidez que me roba el aliento y me hace sonreír a mi pesar. No la conozco, pero sé que la amo. La he amado desde siempre. Simplemente lo sé.

Levanto mi mano lentamente para acariciarla, pero no puedo hacerlo. Veo con horror que mi mano pasa a través de ella. Se va desvaneciendo y solo puedo mirar, totalmente impotente, hasta que no queda nada.

De repente escucho una voz cargada de desprecio detrás de mí. «Ella no es real. Nunca fue real, ¿sabés?»

Me doy vuelta, sorprendido y furioso, solo para ver un gato en el suelo. Parece una versión distorsionada del Cheshire. Está sentado sobre sus patas traseras, tiene cruzados los brazos sobre el pecho y porta en la cara la sonrisa más odiosa y cargada de burla que he visto en muchísimo tiempo. Los alemanes tienen una palabra para eso: Schadenfreude, el placer que produce el infortunio de otros. Pero no puedo hacer nada contra él; también se está desvaneciendo.

Mi mirada se pierde en las rosas sin verlas. «¿No es real?», murmuro. Incrédulo. Luego también yo comienzo a desvanecerme.

Solo queda la rosaleda, inmutable, perfumando la pradera.

Cambiaformas

Vivo en las afueras de la aldea y mi lugar de trabajo queda aún más lejos, a unos nueve kilómetros, en un paraje de mucho campo y poca gente. Tan poca que es difícil encontrarse con personas. A lo sumo algún vehículo yendo o viniendo del pueblo.

Ayer, en una tardecita fría y gris de otoño, casi entre dos luces, iba llegando a la quesería y cuando tomo el camino de acceso veo un niño. Unos siete años, vestido de jeans, zapatillas, campera acolchada marrón y un vistoso pañuelo anaranjado al cuello. Aminoro la velocidad para pasar junto a él por el camino angosto y le dirijo un saludo; mano en alto y una inclinación de cabeza. Me llamó la atención ver al gurisito en esas soledades, pero pensé que simplemente vivía en alguna de las casas cercanas y que había salido a jugar o a explorar un poco. Tenía las manos en los bolsillos y no parecía perdido ni estar en problemas y yo tenía cosas que hacer, así que no me detuve. Él simplemente me miró como con sorpresa y sacó su mano derecha del bolsillo para devolverme el saludo.

Llegué, atendí los quesos, lavé los vidrios y barrí los pisos. Una hora de trabajo en total. Para cuando emprendí el retorno el crepúsculo estaba casi terminando. Al salir a la carretera por el camino de acceso, en el exacto mismo lugar donde había visto al niño se encontraba un perro. Cuando vio la moto se sentó y fijó su mirada en mí. Al acercarme vi que era un perro grande y totalmente negro. Tenía la boca abierta y la lengua afuera y parecía sonreír. Llevantó su pata delantera derecha como en un saludo.

Esta vez el sorprendido fui yo y le devolví el saludo, por si acaso. El perro llevaba un vistoso pañuelo anaranjado al cuello.

Un espejismo llamado Punta del Diablo /00

La furia ciega vuelve ciegos a los furiosos

Esta entrada es parte de la (futura) serie sobre mi estancia en Punta del Diablo, en Rocha, al este del país. ¿Por qué «parte»? Porque ya hace un mes que estoy aquí y si bien tengo varias cosillas previas sobre las que escribir, esto que voy a contarte pasó hoy y fue de lo más impactante, por lo que quiero compartirlo así sea escribiendo desde el infame celular, cosa que he tratado de evitar por ser lento y tremendamente incómodo.

Así que bien, hoy sábado fui hasta el sitio de la obra en la que estoy trabajando (sí, construcción, tema para otro momento) a ver si estaba todo en orden luego de la lluvia y a la vuelta pensé en darme un chapuzón en el mar que está a una cuadra (y 5 dunas) del sitio.

Bajé caminando, distendido y despreocupado, vagamente feliz en la mañana gris y fresca.

A mitad de la cuadra se veían dos viviendas construidas sobre altos pilares; una al fondo, acristalada y luminosa, y otra sobre la calle, pequeña pero con una gran terraza elevada.

Sobre esa terraza, ya desde lejos, se escuchaban los ladridos de dos perrazos de raza indeterminada, pero de extremadamente pocas pulgas.

Para cuando llegué al pie de los pilares los perrazos estaban en el paroxismo de su rabia. Los dos bichos tenían la mirada trabada en otro perrito que venía en sentido contrario y estaban enajenados de violencia. Totalmente fuera de sí mismos. Cola baja entre las patas, pelos del cuello erizados, morros retraídos, de colmillos babeantes, atragantados de gruñidos y ladridos.

Paré a ver la escena, pensando con sorna y para mí mismo que qué podían hacer los perrazos, que daban vueltas en la terraza sin poder dar rienda suelta a su furia. «Seguro que vas a saltar, maricón», reflexioné con una media sonrisa. La terraza estaba a unos seis u ocho metros de altura, rodeada de una baranda y cubierta por una malla que en algún momento estuvo sana, puesta seguramente como una manera de evitar caídas.

El perrito avanzó unos metros, olisqueando vaya a saber qué al borde de la cuneta y sin darle la más mínima importancia al escándalo y odio que se destilaba y condensada sobre su cabeza. Cumplida su misión olfativa dio media vuelta y se volvió por donde había venido. Pero los dos de arriba estaban más allá de toda razón. Pararon de ladrar como si alguien les hubiera robado el aire y en perfecta sincronía dieron vuelta la cabeza y me miraron, aún erizados.

Y entonces uno de ellos saltó.

Me paralicé. Durante ese segundo que estuvo en el aire se borró mi media sonrisa y solo atiné a pensar «Mierda!»

Cayó como una bolsa de papas y solo se escuchó un apagado PLAF! contra la calle. Intentó saltar hacia mí con un gruñido, pero apenas pudo incorporarse con dificultad dando unos gemiditos transidos de dolor. Su furia olvidada mientras trataba de lidiar con una de sus patas que apuntaba a un lugar al que ninguna otra pata de ningún otro perro debería apuntar: hacia arriba. Incluso su compañero se calmó de repente y se quedó mirándolo, seguramente incrédulo, desde el borde de la alta terraza.

El perrazo volador dio unos pasos tambaleantes y se desplomó al lado de un autito rojo, temblando.

Quizás sobreviva.

El agua estaba deliciosa, la playa serena y cuando volvía a casa empezó a caer una lluvia mansa.

Pragmatismo vs Romanticismo: vos te vas con tu familia.

Mediodía de un lunes. Casa familiar. Es el primer almuerzo que compartimos mis padres y yo desde hace meses. Padre sufrió de una enfermedad que no conocía, causada por una bacteria de la que nunca aprendí el nombre y eso lo tuvo internado en Montevideo una buena temporada.

En algún momento surgió el tema de «la cajita». Cuando todo era incierto e incluso los médicos no sabían qué estaba pasando su ánimo sufrió un aterrizaje forzoso. No sé que va a pasar, me dijo un día mientras hablábamos por teléfono. O bien vuelvo caminando o quizás recibas una cajita.

La cajita, claro está, hacía referencia a la urna con sus cenizas. El peligro pasó, padre se recuperó, pero la cajita quedó como una especie de chiste interno, de esos que no tienen especial gracia, pero que siempre ayudan a lidiar con la idea de la muerte.

Así que bien, ahí estábamos los tres, compartiendo esa comida, conversando sobre cómo se sentía y se dio este diálogo.

— Cómo te sentís, tata? — le pregunté
— Bien. Bah, más o menos. A veces me siento con temblores.
— La doctora dijo que no te preocupes — intervino madre —, ya que puede ser abstinencia por haber pasado tantas semanas con calmantes.

El argumento tenía sentido. Pasó los últimos dos meses con una bomba continua de calmantes que le inyectaba Tramadol, Ketofen y otro potente calmante duermecaballos del que no recuerdo el nombre. Los asiduos lectores de esta casa honesta y Pastafari ya conocen mi opinión respecto de los estúpidamente sensuales juguitos mágicos, pero también soy conciente de que usados por mucho tiempo pueden generar dependencia. Padre empezó en junio y estábamos a mediados de octubre.

La conversación continuó.

— Puede ser. Sí, a lo mejor tengo resaca de los matacaballos esos. Aunque yo no descarto la cajita por ahora — dijo padre como si hablara del tiempo, pero se le suavizó el tono al seguir —. Me gustaría que llegado el momento me desparramaran por algún campo. Si es el que está sobre el arroyo, mejor.

Madre lo miró fijamente con ojos incrédulos y finalmente no pudo permanecer en silencio.

— ¡Vos tenés que estar en pedo! ¿Cajita? ¿Cenizas al campo? ¡Ni sueñes! ¿Con lo que cuesta una cremación? No. Yo tengo paga la Previsora para un entierro, así que ya sabés: de cajita nada, vos te vas al mausoleo con tu familia aunque no te caigan simpáticos y no se habla más. Cajita… por favor!

Padre la mira sin hablar durante unos segundos. Una mirada larga de labios apretados, hombros caídos y pecho desinflado. Finalmente dice:

— ¿Me das otro par de albóndigas?